Por: María Elena Dávila
Mi hijo Julián es la primera persona autista que conozco. A sus seis años ha sido diagnosticado en el espectro autista, lo que me convirtió en una nueva mamá, porque ahora sé que no tengo un hijo neurotípico, sino un niño neurodivergente, de los que nacen uno cada sesenta, o por ahí.
Desde el diagnóstico me lancé a internet: primero a las páginas médicas, para pasar inmediatamente a TED Talks y no volver más a las páginas médicas. He visto muchísimas charlas de personas adultas autistas que cuentan cómo es el autismo por dentro. Investigadores, académicas, profesores y profesionales que parecen “normales” pero que insisten en que entiendas: “esto que ves, que aparentemente es una persona normal, es una persona autista”.
Y gracias a esos testimonios, el shock del diagnóstico me duró poco. Solo un par de días con el miedo y la ignorancia de pensar que tenía un hijo enfermo −sesgo del paradigma médico−, porque enseguida me metí de lleno en el nuevo paradigma de la neurodiversidad, y me salvé de sufrir en vano, pensando que hay que encontrarle una cura a mi hijo para que sea como los demás. Gracias a esos testimonios hoy estoy consciente e informada: no todos los cerebros son iguales y los cerebros autistas funcionan diferente.
Lo difícil del autismo, al igual que cualquier otra condición diferente, es que no calza en el modelo de la normalidad. Y en ese sentido, implica las mismas tragedias que para todas las minorías de este mundo: incomprensión, estigmatización, discriminación, acoso, vergüenza, estrés. Y como resultado, la necesidad de enmascarar la diferencia para sobrevivir, cuando las reglas de juego son neurotípicas. O heterosexuales, binarias, blancas. Es decir, cuando la normalidad está tipificada neurológica, sexual, genérica, racial y socioeconómicamente.
Entendí que no tengo que esperar que mi hijo se cure ni que se asimile. Lo que deseo con una claridad cada vez más radical es que se empodere. Que nos empoderemos como familia, como escuela, como comunidad, para que ni él ni nadie tenga que enmascararse de normal y seguir padeciendo la historia del sufrimiento humano: la historia de yo soy así, pero el mundo me quiere de otra forma y tengo que hacer lo posible (o lo imposible) por encajar.
Esa historia es especialmente terrible en las poblaciones minoritarias, porque la presión por encajar y sentirse inadecuadas causa más depresión, ansiedad, desórdenes alimenticios, autolesiones y suicidios. Mi hijo, estadísticamente, tiene más probabilidades que los niños no autistas de deprimirse, desarrollar algún desorden ansioso e incluso suicidarse. Y eso no puede ser. Y tampoco puede ser atribuido al autismo. Esas son las bajas humanas que produce la discriminación y la segregación social, no la diversidad neurológica.
Desde que quiero estar a la altura de ser mamá de un niño neurodivergente, siento que su lenguaje es poesía, sus intereses son una incógnita y sus repeticiones, aunque a veces enervantes, son muy simpáticas. Es el mejor compañero para hacer workouts con nuestra youtuber, porque es un capo de la repetición y memoriza movimientos de una manera prodigiosa.
Mi hijo aletea, como muchos niños autistas, moviendo sus manos a la altura de la cabeza, y camina de puntillas dando saltitos (stimming). Le encanta repetir frases, sonidos, ritmos. Se emociona mucho, tiene una inmensa capacidad de sentir. Cuando se enoja se enoja mucho, cuando está triste se le parte el alma, cuando está feliz grita y salta. Sus sentidos son tan sensibles que le abruma el ruido, la gente o la luz (cuando ya es hora de descansar). Sus sentimientos son tan intensos que tiene que aletear para procesarlos. Tiene fascinación por ventiladores, lavadoras, motores, aspas. Interrumpe frecuentemente y cada vez que le decimos “estás interrumpiendo” dice “ay, me equivoqué”. Repite los mismos programas, juegos y canciones. Si le das una instrucción, a mitad de camino se le olvida porque se engancha con cualquier otro estímulo que entra en su campo sensorial. Siempre ha sido muy apegado a su casa y su familia y el contacto con gente o espacios desconocidos le cuesta.
Ahora comprendo. Ahora puedo ver en mi niño al niño que siempre estuvo ahí diciéndome que era diferente.
Desde que sé que es autista tengo un cargo de consciencia muy feo por las veces en que lo juzgué de malcriado, lo obligué a comportarse de una manera antinatural para él, lo forcé a calzar en mi mundo sin entender el suyo. Las veces en que le puse en situaciones sociales que seguramente le abrumaron y agotaron. Las muchas veces que me he exasperado con sus conductas repetitivas o su hiperactividad, o cuando me he ofendido pensando que no me escucha. Claro que me escucha, que me entiende, que me observa, que le importo y que me ama. Pero no siempre entiende bien mi comunicación.
Creo que estar a la altura de ser su mamá se trata de entender, de educarme y compartir lo que aprendo, de empoderarme yo también, de encontrar un nuevo activismo social desde mi rol, para que este mundo sea más amable, incluyente y acogedor para él y para todas las diferencias posibles que existen dentro del espectro humano.